martes, 25 de junio de 2013

Tranquilizantes

Cómo cansa aguantar las ganas de morirse.

No, no hay ganas. Ya no queremos morir, ¿verdad?
Eso es.
Puede que no tengamos ganas de vivir, pero eso no significa que necesitemos morirnos.
Ahora no.

Sólo 11 días más.

Le demostraremos a esa zorra que está equivocada.
Que somos mucho más. Mucho más fuertes. Mucho peores.
Podemos buscar la muerte sin sus teorías de mierda.
Podemos vivir sin estar sedados.

Y aún podríamos vivir si todo se derrumbase.
Pero nunca se derrumba.
No necesitamos vivir si no hay que sobrevivir.

Pero podemos hacerlo. La haremos tragarse sus palabras y dos cajas sin empezar de tranquilizantes.
Y le demostraremos que en sólo unos meses volveremos a buscar nuestra sangre con desesperación.

No creo que estemos locos. No lo suficiente.
Pero podemos perder la cabeza por orgullo.

Ojalá esa zorra la perdiese también

domingo, 16 de junio de 2013

Un poco.

A veces echo un poco de menos tu olor sobre mi almohada.

Eras todo hielo. Eso te gustaba pensar, y hacerme creer.
Quizás por eso me hiciese un poquito más de ilusión, porque hacía sentir al hombre sin corazón.
Pero cada vez que me sonreías de aquella manera, tenía miedo de que te fueses a derretir.

A veces echo un poco de menos llamarte y no hablarte.

Siempre me sorprendió lo mucho que el hielo quema.
Lo fuerte que se siente cuando te abraza.
Lo que brilla bajo la luz del sol o de una carcajada tras un absurdo juego de palabras.

A veces echo un poco de menos tener a alguien.

Me sigue gustando pensar que no existe el amor.
Pero quizás sí que te quería. Un poquito.
Te quería tanto que dolía.
Un poco.

Entonces no entendía como podía querer a alguien de esa manera.
Si yo no tenía corazón.

Ahora no entiendo como pudo desaparecer aquel dolor.
Si me hiciste pensar que tenía corazón.

miércoles, 12 de junio de 2013

15:45

Estaciones llenas de miradas que no ven y palabras que no interesan.

Sigue sentada en el banco. Con el mismo café que ayer. Con el mismo traje que ayer. Las ojeras un poco más marcadas.

El periódico de hoy, un poco más desfasado que el de ayer.

La gente se cruza con ella, que a veces recoge los pies para que no tropiecen. A veces. Miran, pero no ven.

El tren de las 15:45 hace salir su periódico volando. Lo recoge, como cada día, dos andenes más atrás.

"¿A qué hora llega su tren?"

No; el suyo no llega.

sábado, 8 de junio de 2013

De cómo mueren las flores y otros secretos de 3ª planta (III)

Y sus ojos azules.
Aquel tono celeste, que recordaba a un reflejo transparente del cielo, siempre me pareció terriblemente antinatural, como si ella pudiese provocar aquel color por propia voluntad. En realidad, tardé bastante en descubrir que era exactamente eso lo que ocurría; pero de nuevo, me estoy adelantando.

Me despertó la infinita sombra de su figura, apartando el sol que, a través de una minúscula ventana, había asumido el papel de mi manta en el polvoriento rellano.

viernes, 7 de junio de 2013

Peter Pan

-Qué niña tan guapa, ¡y cuánto ha crecido!

Amelia estaba harta de oír aquello, siempre la misma cantinela. Estaba segura de que esa gente apenas se acordaba de ella, a la mayoría los había visto sólo una vez, a veces siendo tan sólo un bebé. Pero todos decían lo mismo, como si realmente les sorprendiese que una niña creciese.
Ella no hablaba mucho, la gente decía que era muy tímida, pero en realidad no le importaba hablar. Sólo era que prefería escuchar.
Escuchaba siempre, todo. Había muchas cosas que no entendía, cosas que sólo se imaginaba, y montones de historias que sólo sabía a medias. Pero escuchando se aprende mucho de la gente, y quizás no fue lo primero, pero sí lo más importante que aprendió Amelia, es que la gente mentía. Había quien mentía sobre cosas importantes, gente que mentía por miedo, por no hacer daño a los demás... pero muchas veces, casi todas, la gente mentía sin necesidad. Porque era cansado explicar la verdad, porque les parecía que la verdad era menos creíble que la mentira, y a veces, sin ninguna razón.
Como aquella gente que le decía que ya casi era una mujer; mentirosos.

Amelia, harta de las mentiras, decidió dejar de crecer.

Aún mucho tiempo después, podía oír de vez en cuando aquello de "qué mayor estás", pero según fueron pasando los años, la gente cada vez lo decía menos. Había quienes ya la miraban extrañados, pero jamás decían nada sobre la niña que nunca dejaba de serlo.
Tardó algún tiempo en entender aquello: ¿por qué nadie le decía lo pequeña que era, lo poco que cambiaba?  Por lo visto la gente consideraba peor aquella verdad que la antigua mentira.

Cuando Amelia cumplió los veinte años, aún nadie (ni doctores reales ni proféticos embaucadores) había sido capaz de explicar por qué aquella niña no envejecía.

"Creceré cuando para ser mayor no haya que mentir".

Fue su única explicación.

Cincuenta años después, sus pequeños pies caminaban al ritmo de la vida del psiquiátrico. Ya casi nadie recordaba cómo o cuándo había llegado allí. La gente iba y venía, llegaban, se jubilaban, y ella seguía allí, sin envejecer.
O al menos, su cuerpo no envejecía. Amelia había seguido escuchando, aprendiendo, y a pesar de ser sólo una niña, sabía más cosas que cualquiera de los doctores que pretendían guiar su cordura. Sabía que las hormigas no duermen, los cocodrilos no pueden sacar la lengua, y que el primer termómetro utilizaba Brandy; sabía que no existen los locos, y que todo el mundo miente.