martes, 24 de junio de 2014

Marejada

En cierta forma echaba esto de menos. Y preferiría seguir haciéndolo.
Era un echar de menos lejano, inconstante, apartado de la necesidad y compulsividad que envuelven todo lo que toco.
Miraba atrás y me preguntaba si en realidad alguna vez fue necesario.

Porque nadie se acuerda del pegamento hasta que algo se rompe.


Me paso la vida construyendo barreras, fortalezas.
Al principio eran de roca sólida, de "soy mejor que eso", de "qué más da lo que piensen". Cuando uno ve una muralla de piedra, una montaña, es absurdo pensar que el agua, liviana y suave, o el aire, que es intangible, puedan destruirlo; pero lo hacen.
Poco a poco el mar se revuelve, as olas crecen y se hacen más fuertes, chocando cada día, a todas horas, contra la fuerte muralla de tu castillo, hasta que ésta se empieza a desmoronar.
Para construir una muralla, necesitas tiempo y paciencia, colocar las enormes piedras, hacer que todo esté ordenado para asegurarte de que no se caiga por su propio peso. Para destruirla, sin embargo, vale con tirar una roca. Una vez que se abre un hueco en el muro, tu ciudad queda completamente indefensa, al descubierto.

Tras la marejada, hay que contabilizar los daños: edificios caídos, calles inundadas, ciudadanos fallecidos. Y sin demora, comenzar a construir una nueva muralla. Pero esta vez, construyes la fortaleza mientras miras al mar con miedo, sin saber nunca cuándo va a llegar la próxima tormenta; no puedes perder el tiempo, necesitas una defensa, aunque no sea tan buena como tu majestuosa barrera de sólida roca, necesitas tener algo. "Al menos inténtalo", "ellos no te conocen".
Con el tiempo cada vez construyes peores barreras, temiendo a las tormentas cada vez más inclementes, y que cada vez se suceden con mayor rapidez, destrozando tus fortalezas una a una.

Cuando sólo te separa del océano una fina barrera de cristal, incluso la primera ola de la marejada puede abrirse paso por tu ciudad.
Pero ya no quedan edificios por derribar, calles secas o ciudadanos con vida. Simplemente entra, cubriéndolo todo.
Y sólo puedes esperar a que amaine, encogido de miedo en la esquina más seca de tu último bastión. Y cuando llega la calma, contemplas lo que un día fue tu ciudad, destruida, y no ves la manera de reconstruirla.

Buscas, entre las ruinas, el pegamento.
Y avanzas, completamente solo, hasta la fina muralla. Colocas y pegas cada pedazo de cristal que encuentras; nunca están todos, siempre quedan huecos, pero al menos, vuelves a tener una muralla.
"Por favor", "lo siento".

Y cuando se pone el sol, regresas a tu refugio, sin saber cuándo llegará el próximo temporal.
Rezando porque la próxima vez, el agua te lleve consigo.