viernes, 31 de marzo de 2017

Disonante. Reinicio.

No recuerdo muy bien qué pensé al abrir los ojos, sólo recuerdo que había demasiada luz; demasiado blanca. Volví a cerrarlos de inmediato y me acurruqué sobre mí misma, intentando volver a dormirme, como hacía siempre; como todavía hago. Estaba tumbada, claro, tapada… pero no era mi cama, ni eran mis mantas. Aquella no era mi habitación. Aún con los ojos cerrados traté, más dormida que despierta, de hacer memoria: no, no había visto a ningún familiar recientemente, así que no estaba en casa de ninguno de mis tíos; por lo que recordaba no había salido de Madrid; tampoco recordaba haberme quedado en casa de ningún amigo. Entonces, ¿por qué no estaba en mi habitación?

Supongo que fue entonces cuando me empecé a asustar. Abrí los ojos de golpe; ya no tenía ni pizca de sueño. Estaba en una habitación blanca, terriblemente blanca y alta… no, al revés, yo estaba demasiado abajo. Por la ventana, a mi izquierda, veía algunos tejados y un cielo plomizo. Estanterías negras, llenas de libros cuyos títulos resultaba imposible leer. Una botella de Eristoff vacía. Y sin embargo, sólo me di cuenta de dónde estaba cuando me fijé en la colcha de colores con la que me tapaba. Estaba en su habitación. Joder, olía a él.

Pero él no estaba. Ni su mochila. Esa maldita mochila… supongo que eso me hizo darme cuenta de que allí fallaba algo más. Algo enorme.

Lo primero que hice fue buscar algo con lo que defenderme, aunque no sabía de qué. La botella, la botella me valdría. Y entonces lo recordé: esa botella no debería estar allí, sus padres la habían tirado, o la chica de la limpieza la había hecho desaparecer. En cualquier caso, no debería estar en la estantería. Era completamente absurdo, pero me pareció evidente lo que pasaba: esa no era su habitación, sino el recuerdo que yo tenía de ella. Me asaltó el pánico; me levanté de la cama de golpe, y casi no pude reprimir un grito al sentir mi cuerpo caer sin poder evitarlo. No podía sostenerme a mí misma. Mis piernas. Las vendas llegaban de los pies a las rodillas, aunque sólo una de ellas parecía cubrir algo importante, o eso supuse, por la sangre que parecía empapar las capas inferiores. En mi cabeza se mezclaron ideas difusas sobrevoladas por disparos de rifles de asalto que parecían terriblemente antiguas, como si hubiesen pertenecido a alguna vida anterior. Pero no tenía ni idea de por qué podría estar vendada mi pierna izquierda. Ni los brazos, de la mano al codo. No me molesté en descubrirlo, los vendajes no suelen ocultar cosas demasiado agradables.

Aún no sé muy bien cómo, pero logré llegar hasta la botella. El elemento disonante.  Aunque como arma dejaba mucho que desear –sobre todo en mis manos-, me sentía completamente protegida. Idiota. Me llevó mucho tiempo, demasiado, pero finalmente conseguí levantarme, con la ayuda incuestionable de un escritorio que hacía resonar el sonido de mis manos.

Tenía que salir de allí. Como pude, llegué a la puerta de la habitación; no estaba cerrada, sólo botada sobre el marco. Salí al pasillo, pero supongo que aún no tenía la fuerza suficiente, o no estaba lo bastante despierta –si es que eso era posible en aquella situación-, y tuve que apoyarme en la pared del pasillo, junto a la siguiente puerta hacia la izquierda. Pasé así unos minutos, no sé si muchos o pocos, hasta que conseguí sostenerme por mí misma y, armada con la botella como si de un bate se tratase, abrí la siguiente puerta. Oscuridad.


Reinicio.


Era yo.

No recuerdo muy bien qué pensé al abrir los ojos, sólo recuerdo que había demasiada luz; demasiado blanca. Volví a cerrarlos de inmediato y me acurruqué sobre mí misma, intentando volver a dormirme, como hacía siempre; como todavía hago. Estaba tumbada, claro, tapada… pero no era mi cama, ni eran mis mantas. Aquella no era mi habitación. Aún con los ojos cerrados traté, más dormida que despierta, de hacer memoria: no, no había visto a ningún familiar recientemente, así que no estaba en casa de ninguno de mis tíos; por lo que recordaba no había salido de Madrid; tampoco recordaba haberme quedado en casa de ningún amigo. Entonces, ¿por qué no estaba en mi habitación?

Tenía las piernas y los brazos entumecidos, como si hubiesen soportado una gran presión. De golpe me vino el recuerdo de una bala atravesando mi pierna derecha, aunque me resultaba imposible contextualizar aquello. Tenía un sueño horrible, habría podido quedarme allí, durmiendo, durante semanas, pero me pudo la curiosidad y abrí los ojos. Estaba en una habitación blanca, terriblemente blanca y alta… no, al revés, yo estaba demasiado abajo. Por la ventana, a mi izquierda, veía algunos tejados y un cielo plomizo. Estanterías negras, llenas de libros cuyos títulos resultaba imposible leer. Una botella de Eristoff vacía y difusa, como si la hubiesen pegado tras algún mal golpe. Y sin embargo, sólo me di cuenta de dónde estaba cuando me fijé en la colcha de colores con la que me tapaba. Estaba en su habitación. Joder, olía a él. Pero él no estaba. Ni su mochila.

Si él no estaba allí, tampoco yo debería estarlo. Y aún más claro: si él no estaba allí, por mucho que lo buscase, no iba a encontrarlo.

El teclado estaba a los pies de la cama, enchufado. Subí el volumen al máximo.

Hacía años que no tocaba el piano, y las manos vendadas tampoco ayudaban, pero no me importó. No recuerdo cuánto tempo estuve tocando. Pudieron ser horas o días. Al final tenía las yemas de los dedos en carne viva, y en algunas de las teclas había manchas pequeñas de sangre. No me importaba lo más mínimo, hacía mucho que había dejado de sentir mi propio cuerpo.

Nunca he tenido muy buena memoria. Tampoco para la música. Durante mucho tiempo intenté tocar una canción que no sabía que conocía; supongo que se la escuché tocar alguna vez a él. No sé en qué punto comenzó a mezclarse con la melodía de Feed Us, pero esa es la canción que estaba tocando cuando apareció aquel hombre.

Recuerdo que, cuando el hombre entró, la puerta estaba negra. No debería. Él iba vestido completamente de blanco, y llevaba por encima una de esas cutres batas blancas de laboratorio, aunque no fui capaz de imaginármelo sino en un minúsculo cuarto, rodeado de pantallas de ordenador.

Cuando entró, había ensayado tantas veces la escena en mi cabeza que ni siquiera habría necesitado dejar de tocar. Pese a ello, le dediqué un acorde final disonante y demasiado agudo, que hizo achinarse sus ojos en lo que me pareció la mejor mueca de la historia. Me ceñí al guión, y no levanté la mirada de las teclas, mientras una prefecta sonrisa de superioridad atravesaba mi cara de lado a lado.

-Has tardado mucho. Sabía que vendrías. Tarde o temprano.

Él también se ciñó al guión. A uno  de ellos.



Oscuridad.

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